"Canciones Que Cantan Los Muertos" de George R.R. Martin


Escribí esta reseña hace siete años, al poco de conseguir Canciones que cantan los muertos por 
uno o dos euros en una librería de viejo. Creo que es el libro con la mejor relación calidad precio que tengo en mi biblioteca.
Lo primero que se constata al leer cada uno de los relatos que contiene es que, tras la ambientación ciencia ficcionera de sus primeros cuentos (Una canción para Lya), a finales de los setenta George R. R. Martin giró hacia el terror; un género que ya había cultivado con anterioridad aunque no lo prodigase demasiado. También se puede observar que, lejos de inventar fórmulas nuevas, Martin dio un lavado de cara a varios estereotipos y los aderezó con sus eclécticos gustos, surgidos fundamentalmente de todas sus lecturas de juventud. Tal es el caso de “El tratamiento del mono”, una divertida sátira del mundo de la imagen y de las dietas de adelgazamiento que, seguro, el propio Martin alguna vez ha experimentado dada su oronda “personalidad”. Pero que, sobre todo, toca con vigor una temática tan clásica como el de las tiendas mágicas; esas historias en las que un hombre entra en un extraño establecimiento y adquiere un artilugio inverosímil de cualidades casi milagrosas que es la fuente de su desgracia. En este caso el comprador, un personaje bastante obeso, adquiere un mono que, situado tras su cabeza, le augura una rápida reducción de peso por un mecanismo que provoca más de una sonrisa al comienzo para terminar produciendo pura congoja.
Otra idea seminal que aparece entre las piezas de Canciones que cantan los muertos es la de las naves generacionales. “En la casa del gusano” es díscola heredera de esta temática al introducir de forma muy natural algo tan difícil de situar en la ciencia ficción como el horror lovecraftiano, ese terror antiguo y primigenio que surgía del pasado para golpear con extrema crueldad nuestro presente. Es destacable el opresivo ambiente que se crea cuando los protagonistas penetran en unos oscuros túneles donde el peligro se siente a cada paso y que transmiten algo más claustrofobia, por no hablar de lo bien que está tratada la pobredumbre intrínseca a un pueblo que ha olvidado su pasado y ha caído en la más absoluta barbarie.
El tercer relato de puro terror es el inolvidable “Los reyes de la arena”, una de esas historias que, independientemente de las veces que lo hayas leído, te transmite siempre las mismas sensaciones. En él la maldad humana más caprichosa, representada por el megalomaníaco Simon Kress, se topa con unos seres que, después de sufrir en silencio sus canalladas, escapan a su control y transforman su vida en un infierno del que ni siquiera nosotros podemos escapar. Sus páginas desprenden tal desasosiego que no se puede dejar aparcada su lectura, lo que reafirma la desbordante capacidad de Martin como contador de historias y su innato sentido de la tensión narrativa.
El póker lo culmina “Esta torre de cenizas”, bastante alejado del tono de los anteriores. Incide en el de Muerte de la luz, con el que comparte elementos como el inevitable deseo de recuperar un amor perdido o un escenario en franco declive. Una historia de pérdida, amarga y emocionante.
Por último, los otros dos cuentos que se incluyen no están a la altura de los cuatro que he comentado hasta el momento. “Los hombre de la aguja” es el más flojo y recuerda a esos thrillers médicos que exploran el miedo a los ladrones de órganos. Eso sí, años antes de que se pusiesen de actualidad. Y aunque su desarrollo es atractivo su acabado es desigual y rutinario. Bastante más satisfactorio me parece “Recordando a Melody”, que retoma su gusto por actualizar los mitos, en este caso de las antiguas historias de fantasmas que vuelven de la muerte para recordar a los vivos su condición. Una melancólica historia acerca de lo difícil que resulta mantener una relación de amistad, la caída en desgracia, la culpa y la hipocresía.
Después de haber leído mi opinión queda claro que Canciones que cantan los muertos (título que puede conducir a más de un equívoco dado su contenido) es una antología imprescindible para los lectores que gusten de las buenas historias y del mestizaje de géneros. Y creo que razón no me falta (¡ahí, con un par!)


No voy a resumir el libro, cosa que tenéis en cualquier lugar donde publiquen una reseña de La feria de las tinieblas, pero sí voy a señalar los mejores momentos, esos que no se deberían olvidar. El paso de la profesora Fooley por el océano de espejos, que muestra sus deseos y miedos. El descubrimiento de la noria del tiempo y el rejuvenecimiento del Sr. Cooger, uno de los dueños de la feria. El universo de los miedos infantiles: el bosque profundo, las cuevas oscuras, las iglesias en sombra, las bibliotecas en penumbra…que son todos escenarios recurrentes en las novelas y películas de terror.

A la mitad del libro aparece la figura del padre, que se encara con el Hombre Ilustrado, que persigue a su hijo y a su amigo. Es quien descubre que la misma feria existía cien años antes. Son las gentes del otoño, dice, que vigilan si las personas han elegido llorar, ser egoísta y gruñón, o reír y guiarse por el amor o la solidaridad. La feria se alimenta del miedo y del dolor, la tristeza y las frustraciones. El padre se había pasado la vida escribiendo libros en el aire, de vastos salones en vastos edificios, y los ventiladores se lo habían llevado todo. Había dejado la vida pasar. La muerte, dice Bradbury por boca del padre, “no es más que un reloj detenido, una pérdida, un final, una sombra. Nada”.

Es el padre el protagonista de la novela. La larga conversación que tiene con su hijo sobre la vida es antológica. “Demasiado tarde comprendí –le dice a Will, su hijo- que no es posible esperar a ser perfecto, que hay que salir a la vida y caerse y levantarse como todo el mundo”. Solo por ese monólogo, merece la pena leer el libro.

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